Desde que nació, la vi demasiado tiernecita.
Muy poco hecha para este mundillo.
Con sus dedos rechonchetes era totalmente
incapaz de imitar el gesto de agarrar un dedo. Más tarde pudo usar sus dos
manos, total para nada. Ni aplaudir podía. Cuando ya pudo discernir formas me
di completa cuenta de sus pretensiones, porque lo miraba. Fijamente, con
curiosidad, sin apenas saber lo que era, intuyéndolo acaso. Se notaba que le
tenía ganas, pero idea ninguna, y creo honestamente que nunca la tuvo.
Un día alguien la sentó en el regazo
para que lo mirara con mayor detenimiento. Aún la recuerdo, embobada, con la
boca abierta y los ojos fijos. Creo que hasta se le cayó un hilillo de baba
sobre el mi bemol. ¡Menudo estropicio! Era su primer contacto y ya lo estaba
estropeando. Por supuesto hubo que limpiar todo el teclado de arriba abajo y
asegurarse de que nunca volvería hacer cosa semejante.
No recuerdo las veces que tuve
que decirle que se abstuviera de tocarlo hasta que estuviera preparada. Que los
macillos podían estropearse y que, además, con esos dedos torpes como
salchichas no podría pulsar una tecla sola o siquiera hacerlo aceptablemente.
Aún así me saltó por encima y se puso a hacer escalas. No sé de dónde le venía
esa tozudez. Tal vez la inconsciencia de la juventud, …o tal vez los genes, los
mismos genes que no la habían cualificado para interpretar nada semejante a una
pieza que se pudiera escuchar siquiera. Genes que le impedirían llegar a nada,
como ya le hice saber.
El día que tocó por primera vez a
Beethoven delante de sus padres, ¡qué bochorno! Aún hago aspavientos
recordándolo. ¿”Para Elisa”? No lo creo, Elisa estaría llorando por las
esquinas si tuviera algo de oído y siguiera viva. Menos mal que por entonces sólo
tocaba para los familiares. Así al menos el oprobio descansaba en casa y no se aireaba
ante extraños.
Hasta que un día, día fatídico
debo decir, llegó esa arpía. Con su cigarro, su pelo corto, sus camisas
desgarbadas. Una estafadora, una farsante, y lo peor de todo: una empecinada
defensora del fracaso más estrepitoso. La muy sinvergüenza se presentó con una
pieza a medio hacer. Era sólo la melodía, y encima moderna, del siglo veinte,
nada menos. Pretendía que, después de los sucesivos alardes de mediocridad que
la chica llevaba a sus espaldas, afrontara una improvisación con ritmo y encima
que la tocara delante de todos, como si todo diera igual.
Aún tengo grabado en mi memoria su
primera salida ante un auditorio completo. ¿El Auditorio Nacional? ¿El Teatro
Real? ¡No, hombre! Apenas un conciertillo de fin de curso de academia de
barrio. Cuando salió al escenario la miré penetrantemente porque no daba
crédito a su desfachatez, a la patada que estaba a punto de propinar por igual al
buen gusto y oído de cualesquiera desdichados asistentes que allí se daban cita.
Menos mal que me tenía a mí de testigo para recordarle lo que en realidad
estaba pasando: estaba fingiendo que sabía tocar, y los aplausos finales no
borrarían tal verdad. Me aseguré de fijárselo bien en ese delirio de grandeza
permanente que siempre le venía al volver a casa después de actuar. Más
adelante su sentido de la decencia me lo agradecería.
Fingir, fingir y fingir. De tal
cosa estuvo nutriendo su taciturna capacidad de aporrear teclas al son de los
románticos españoles. Cuanto más briosa era la tocata, más se emocionaba y más
aporreaban Albéniz y Granados la tapa de su tumba. ¡Si lo sé yo!
Menos mal que se fue. La arpía se
fue y vino otra. Una decente, apropiada y con la cabeza en su sitio. La única que
por fin, después de tantos años, pudo decirle la verdad: que no valía, que su
técnica era inexistente, sus crescendos excesivos y que Chopin no es para
interpretarlo al ritmo que a uno le nazca, sino al ritmo de la partitura.
Gracias a ella por fin se le bajaron los humos a la tierra, que es donde tenía
que haberse quedado desde un principio.
Entre las dos cogieron de nuevo las
piezas de primer curso y comenzaron a analizarlas, a repasarlas nota por nota
como si fueran las primeras palabras. Todo lo que había estudiado hasta el
momento lo había aprendido mal y lo sabía. Se lo tenía dicho yo hasta la
saciedad, por activa y por pasiva. Se lo dije en cada concierto, en cada ensayo
previo, cada vez que le pedían que tocara para los familiares y amigos. En
tales ocasiones parece que a veces me hacía caso pero me ignoró demasiados
años.
Después de darse de bruces con la
realidad, comprobó que, no sólo lo había aprendido todo mal, sino que nunca
llegaría a ese nivel que se atribuía a sí misma. ¿Nivel de quinto de piano?
Imposible, ni tempo ni matices ni postura. Si apenas comenzaba a crecer la
melodía se apasionaba y se dejaba, se dejaba ir. Menuda impertinencia para la
música de calidad.
Por supuesto, tras mucho esfuerzo
por mi parte, acabó despertando de su inconsciencia, y como inevitable
consecuencia de todo ello, abandonó toda pretensión. Un alivio para mí, para
ella y para todos. Toda una vida diciéndole la verdad hasta que por fin me hizo
caso.
Ha pasado ya una gloriosa década
de todo aquel suplicio. Hace poco se encontró ante un piano en una estación de
metro de Londres. Fíjate tú qué cosa. En la tapa ponía “Come on, play!”. Por
supuesto no me hizo falta decirle nada: ella misma se contuvo muy entera y consciente
de su poco talento y su incapacidad. Menuda imagen habría dado. Me enorgulleció
mucho la labor que había hecho con ella.
Estoy deseando ver lo que quiere
hacer su hija cuando nazca.
Firmado: Ponme tú el
nombre.