Sabían las tablas dónde pisábamos. No se rebelaban. Aceptaban pasivas nuestras violentas huellas de polvo gris sobre el pulido negro. Más allá de los focos, en la nebulosa de falso humo, flotaban los ojos, que sólo se dejaban adivinar sin mirarlos fijamente.
La voz percutía. Sentíamos con todo el cuerpo, y aun con el aire, las miradas y fluidos que éste despedía, quisiera o no.
Más sabía el tramoyista, más el coletero en mi muñeca, más sabía el atrezzo derramado, mucho más, repito, que ninguno de nosotros. Porque no podíamos saber más, porque no asimilábamos más, porque nuestra misión era despedir, emitir, lanzar y proyectar... No podíamos saber más.
Cuando paré, la basura estaba en las bolsas, los besos se habían dado, alborotado se hallaba cada cabello en el entorno, cansado se había el telón de tanto trasiego, cegados los espejos, cerrado el grifo... Me volqué en mis rodillas, no podían temblar porque las paraba el suelo. Mi pecho las protegía y mi espalda pedía no erguirse.
Cuando paré pude reanudar el saber, que se parece tanto al saborear, a la certeza y al perpetuo fin de la discusión.
Era agradable saber. Era agradable pero vertiginoso. Quien ya sabe no tiene más remedio que decidir. Quien decide elige un Camino. Quien elige un Camino es porque ya ha puesto un pie en él. Quien pone un pie en el Camino se le entrega. Entregarse es valerse de coraje. El coraje impulsa. El impulso hace avanzar. Quien no avanza no sabe si ha acertado. Es agradable saber. Es agradable saber ahora de los aciertos.
Agradable es saber ahora lo que las tablas ya sabían.
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