Si sacudí la nieve que caía sobre mi falda, era porque también quería acabar sacudiéndola de tu cabeza. Descubrí que ésta había quedado desteñida de blanco. Cabeza blanca en mirada negra. No me gustaba que me oscurecieras tanto, así que fui rauda hacia el dulce ducado de tu pubis. Me senté y esperé, miré, oì, di palmas, a ver si salían palomas blancas de esa gruesa vuvucela silenciosa. Nada de torcaces, murciélagos negros salieron directos y buscando mis humedales, encontraron tierra más seca que Doñana en el verano tardío. Los espanté con mi cola de caballo, pero en vez de asustarse se convirtieron en tu dardo en la palabra. Maldito el día en que aprendiste a dibujarme con el verbo.
Me he cansado de tanta negritud negacionista, de tu necedad impenitente. Ahora brindo por la nieve que no mancha, que me pinta la carretera cada año y me deja dibujar palabras kilométricas con el volante en la mano. Con la otra mano recuerdo cuando jugaba a poner las cinco marchas con tu palanca.
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