Salamanca,
23 de Agosto de 2006
Querida
Livia:
Si estás leyendo esta carta es
que por fin han pasado los quince años de espera tras mi muerte que te pedí
para abrirla. Poco ha de valer mi marcha si no tengo la oportunidad de
transmitirte mis aprendizajes que, si bien humildes, creo ver que necesitas.
Es probable que a fecha actual
ya seas madre de varios hijos y te veas algo superada por las numerosas tareas
que ello implica. Antes de nada quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti;
ser madre en mis tiempos ya era difícil pero en la actualidad, a pesar de todas
las infinitas facilidades que tenéis, está prácticamente mal visto, y sin
embargo, no hay mayor bendición que saberse donde una debe estar y realizarse
como mujer.
Recuerdo cuando fuimos por primera
vez a Oviedo, y viste la casa de mis padres: el corral, el horno de leña, los
fogones, el lavadero… Apenas eras una niña y ya apreciabas lo diferentes que
eran las tareas del hogar a primeros del pasado siglo. No tengas miedo, no te
abrumen las coladas ni las recetas, son muchas, lo sé, y por ello te las dejo
escritas en el cuaderno que heredaste. Eres muy capaz de hacer todo ello, lo sé
porque sabes muy bien organizarte, recuerda qué bien se te daba en el colegio,
y luego en la universidad. Cuando veas que te supera, habla con tu marido,
seguro que lo comprenderá; podrás coger una chica que os ayude y así te
descargarás.
Por último, quiero decirte que
soy muy feliz de verte con un novio tan apuesto y formal como Ernesto. Has
acertado de lleno, mi querida niña, con un hombre tan bien colocado, tan
prudente y como debe ser. No existe el matrimonio perfecto, esto te lo digo yo,
pero el amor es cuestión de paciencia, y de ir gestionando los desencuentros
poco a poco. Así que ten paciencia, mi niña, controla tus desmanes, que te lo
digo con cariño, mi preciosa Livia, que ya sé que a veces me meto donde no me
llaman, aunque yo sé que a veces tú te pones muy terca y eso no siempre es del
gusto de los hombres. Pero estoy segura de que a estas alturas gozáis de un
matrimonio bien avenido, pues Ernesto me ha parecido siempre muy comprensivo y
tú parecías muy enamorada.
Nada más mi querida nieta, me
voy feliz de haberte podido dar mi amor y mis consejos una última vez.
Te
quiere, tu abuela.
--
Livia
derramó una lágrima sobre el café de las diez de la mañana. Un vendaval de
imágenes y latidos del pasado embargaron su eficiente serenidad matutina. Se
obligó a sí misma a respirar hondamente durante cinco veces seguidas, tal y
como le había enseñado su instructor de yoga, antes de retomar el día. No había
terminado de guardar la carta exquisitamente doblada y protegida en la caja
fuerte del despacho cuando sonó el teléfono. Apretó el botón del manos libres
mientras se disponía a ordenar los papeles del escritorio.
–Señora
Vicepresidenta –la voz sonaba cálida y apresurada–, la Directora General de
Igualdad le espera para su reunión de las diez en la Sala de Plenos. ¿Anuncio
su llegada?
–Gracias
Álex, pero necesito añadir unas cuantas ideas al guión de trabajo. Dile que
tardaré diez minutos y pásame al teléfono con mi marido.
–Muy
bien, le paso –la complicidad con su secretario era palpable–. Felicítele de mi
parte, si es tan amable.
–Lo
haré, gracias –el click de la línea anunció el cambio de interlocutor.
–¿Cariño?
–Rubén respondió al otro lado–. ¿Qué tal, todo bien? ¡Apenas puedo oírte!
–Hola
mi amor, perdona que te interrumpa, que ya sé que es tu gran día, pero quería
decirte tres cosas –la sonrisa y la emoción de Livia se palpaban incluso por
teléfono–. ¿Me oyes?
–¡Sí
cariño, te oigo! –el jaleo del evento de fondo dificultaba, pero no impedía.
–Una:
¡Que te quiero! ¡Te quieroooo!
–¡Y
yo, mi rubia preciosa! –dijo entre contagiosas carcajadas–. ¡Y yo!
–Otra:
¡Que estoy muy orgullosa de tener un marido con un Príncipe de Asturias de las
Letras! ¡Muy orguuulloooossaaaa! ¿Me oyes?
–Sí cariño,
te oigo, alto y claro –se notaba que Rubén había encontrado un rincón más
apartado–. No sabes cómo me hace sentir eso de bien. Yo también estoy orgulloso
de mi mujer, la Vicepresidenta de todo un país. Eres fantástica.
Pasaron
unos segundos. Livia bloqueada, incapaz de hablar, agarraba el auricular con
las dos manos.
–¿Y
qué más querías decirme mi amor? ¿Estás bien?
–Rubén…
¿Te parece bien si voy a verte con los niños esta tarde a Oviedo? Quiero
llevarle flores a mi abuela antes de que vuelvas de allí, y presentarle a mi
familia. Es algo que necesito.
–Claro
que sí, cielo, estoy deseando veros, y me encantará visitar la tumba de tu
abuela. Pero una pregunta: ¿Tú crees que le habría gustado un greñudo con
coderas como yo?
Livia
reía entre lágrimas.
–Al
principio no. Pero era muy moderna.
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