El día que te vi sentada estabas más desnuda de lo posible. Allí me esperabas, serena y absolutamente dominada por un qué sé yo gris, el mismo que llovía sobre mí.
Yo había llegado hasta los confines de mis infiernos, había caminado por inhóspitas veredas, absurdos zarzales y había perdido completamente el norte.
Sin saberlo, te había buscado. Había llamado a cada puerta, me había esforzado lo máximo posible para llegar a un qué se yo supuestamente luminoso. Había dejado de ser yo tantas veces, tanto que el disfraz se me había pegado a la piel, y al rascarme, tratando de aliviar el escozor de lo no propio, la segunda piel ya no lograba despegarse.
Había renunciado a mi pelo, a mi piel, a mi gancho de mirada, a la voz que sale de las tripas, a levantar la nariz y elevar los sueños. Todos los tesoros me habían abandonado por el camino: unos porque no cabían en mi hatillo, otros porque estaban más seguros en la casilla de salida, muchos porque sentía no merecerlos, otros porque me los prometía a la vuelta,... y luego estaba él, ese único él, que no me acompañaba porque las verdaderas búsquedas se sufren en soledad.
Ese día yo tenía un dolor en el pecho, el dolor que sólo puede dar el fin de uno mismo. Yo era otra, transmutada, exiliada por completo de lo que había sido y desesperanzada por no ser nunca nada más.
El día que te vi sentada,
estabas desnuda para mí,
mirabas el mismo mar que yo,
desde hace más tiempo,
con mucha más razón,
y la misma desazón
que yo.
Contabas los pasos hasta el agua,
y no dabas ni uno más.
Así te encontré sentada,
exquisita mujer de arena,
en la misma espera,
la cabeza en bajo,
el tope alcanzado,
el momento de dar fin.
El día que te vi lo supe:
la belleza y la amargura,
son hermanas de sangre.
Sólo una reina en los sueños
hasta que se corona de verdad,
y ese día,
hermana sirena,
en mí triunfó la belleza
para reinar en soledad.
Yo había llegado hasta los confines de mis infiernos, había caminado por inhóspitas veredas, absurdos zarzales y había perdido completamente el norte.
Sin saberlo, te había buscado. Había llamado a cada puerta, me había esforzado lo máximo posible para llegar a un qué se yo supuestamente luminoso. Había dejado de ser yo tantas veces, tanto que el disfraz se me había pegado a la piel, y al rascarme, tratando de aliviar el escozor de lo no propio, la segunda piel ya no lograba despegarse.
Había renunciado a mi pelo, a mi piel, a mi gancho de mirada, a la voz que sale de las tripas, a levantar la nariz y elevar los sueños. Todos los tesoros me habían abandonado por el camino: unos porque no cabían en mi hatillo, otros porque estaban más seguros en la casilla de salida, muchos porque sentía no merecerlos, otros porque me los prometía a la vuelta,... y luego estaba él, ese único él, que no me acompañaba porque las verdaderas búsquedas se sufren en soledad.
Ese día yo tenía un dolor en el pecho, el dolor que sólo puede dar el fin de uno mismo. Yo era otra, transmutada, exiliada por completo de lo que había sido y desesperanzada por no ser nunca nada más.
El día que te vi sentada,
estabas desnuda para mí,
mirabas el mismo mar que yo,
desde hace más tiempo,
con mucha más razón,
y la misma desazón
que yo.
Contabas los pasos hasta el agua,
y no dabas ni uno más.
Así te encontré sentada,
exquisita mujer de arena,
en la misma espera,
la cabeza en bajo,
el tope alcanzado,
el momento de dar fin.
El día que te vi lo supe:
la belleza y la amargura,
son hermanas de sangre.
Sólo una reina en los sueños
hasta que se corona de verdad,
y ese día,
hermana sirena,
en mí triunfó la belleza
para reinar en soledad.
2 comentarios:
Bravo Galicia.
Estupendo.
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