Como yo en el agua

Ni muy fría ni muy caliente, bueno, no engaño a nadie si digo que en realidad muy caliente. Tanto, que cuando meto la pierna izquierda se me ponen los pelos de punta. Luego la pierna derecha, se me eriza todo el cuerpo. Antes me he pesado, sigo pesando lo mismo, desnuda todavía menos. ¿El colgante? En el lavabo, no olvidarlo.

El contacto de nuevas con agua estancada enseguida me cambia el tono físico, hace que me pregunte por qué no me sumergo en agua más a menudo. Sí, el cambio climático y esas cosas, pero... ¡¡Uuuyyyssshhh!! Ya tengo todo el cuerpo, tensión, contracción al contraste de temperatura, relax... Con un dedo del pie jugueteo con el grifo, con un dedo de la mano me reconozco los pechos, y salen más burbujitas que cosquillean desde debajo de mi espalda. Cómo sabían los romanos de baños, de termas y vapores sulfurosos. En general, cómo sabían sobre el "bon-vivre".

Miro al techo, me quedaría así horas, hasta arrugarme y que el agua se conviertiese apenas en un caldo tibio. Quiero quedarme quieta, y pensar en la densidad de los volúmenes, en Newton, y en la araña de esa esquina que parece que esté colocada con el vapor. Pero no puedo estar aquí todo el día, llevo una eternidad y seguro que el PH de mi piel se ha convertido en H2O.

El pelo, la cara, la axila, el pubis, los pies,...cada uno se lleva lo suyo. En remojo la vida es lenta, aunque uno se trate de apresurar, los movimientos son armónicos, acompasados con las ondas del agua. Vuelvo a hacer pompas, sólo salen bien con el gel Magno, el único que siguen fabricando igual que cuando medía la mitad que esta bañera.

Habrá que incorporarse... Cual Venus saliendo del mar, me miro al espejo, mi pelo apenas me tapa el cuello, difícil competir con las graciosas de Rubens. Además, ellas no tenían un albornoz tan suave como el mío. Sería interesante caracterizarse como una de ellas... Sigo echando agua, por el pelo, la cara, la axila, el pubis y los pies. Voy a desahacerme a mi cama, siempre me recoge con mimo y calor.

Una imagen

Conducía. Los árboles se precipitaban sobre la carretera, serpenteante y sinuosa, evasiva, cada vez más lejos de su rumbo, y a la vez deseosa de llevarme hacia un destino incierto en medio de la foresta.
El viento tamborileaba sobre el capó, hacía bailar a las hojas que bombardeaban la luna del coche. Amarillas, marrones, naranjas, rojas, ...¿tal vez fuxias?. Ramas pequeñas, frutos caídos, agua, incluso piedras acosaban mi visión de la ruta marcada.
Traté de distraer el ruido con la música clásica del coche, la única sintonía que llega hasta los rincones más profundos de las sierras en España. Un aria de María Callas, perfecta en su técnica, cálida, perfeccionista, fallecida en lo más alto del honor.
En la calzada sólo cabían dos coches a la vez semi detenidos. Pensé que tal vez debía apagar el cigarrillo, era un riesgo inútil, pero a la vez un placer combinado con la escena.
Detuve el coche. Me estaba mirando, tal vez extrañado por el color rojo de mi vehículo. Tranquilo, pausado, ajeno a la tempestad y a mi música clásica. Acostumbrado a su medio natural. Apagué la radio. Aparté el coche en una orilla, detuve el motor. Suavemente bajé la ventanilla, saqué el brazo con mi cámara de fotos. Una ráfaga inesperada golpeó mi mano contra la puerta y la cámara cayó hecha añicos.
El corzo había huído. No hay mejor cámara que la retina, aún saboreo aquel momento.

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